sábado, 22 de abril de 2017

Donde todo cabe

Corría por un callejón que parecía no acabarse nunca. Cada vez que pasaba junto a una farola tímida que arrojaba su tenue luz sobre un asfalto irregular y húmedo, otra se encendía por delante de él alumbrando un difuso camino. Alguien le estaba persiguiendo gritando su nombre. Cuando parecía que una mano de intenciones desconocidas le iba a agarrar de la chaqueta que volaba a su espalda por la velocidad de la carrera, una puerta apareció a la derecha. No había más luces por delante. No lo dudó ni un segundo: abrió dicha puerta y la atravesó.
El calor de la habitación en la que penetró le inundó todo el cuerpo haciendo que tuviera que dejar la chaqueta en el respaldo de lo que parecía una silla, pero que la penumbra protegía. A tientas dio varios pasos indecisos encaminándose hacia una especie de cortina de tela. Al acercarse empezó a oír lo que su mente y su lógica le negaban que pudiera ser: el mar. Apartó la cortina y dio con una playa de arena blanca con el sol a punto de ponerse por el horizonte para morir tranquilamente al otro lado del mundo, o de alzar su vuelo diario sobre la bóveda celeste naciendo después de la larga noche. Se dio cuenta de que pisaba la arena cuando se giró y la habitación por la que había penetrado en ese paraíso ya no estaba allí.
Salió de la playa y se adentró en una especie de bosque de palmeras. Divisó una casa no muy lejos. Al acercarse a la rústica construcción de madera de palmera, olió a comida. Un hombre de tez curtida por el viento salino y el sol inmisericorde de aquel paraje caribeño que hablaba con un coco, le hizo sentarse en una mesa, le dio de comer y le contó historias sobre un viejo pescador que llevaba días perdido en el mar enfrentándose a la más mítica de las criaturas marinas. Cuando acabó de comer y de escuchar al hombre salió de la casa. Fuera había una bicicleta en la que se montó sin preguntar a nadie y empezó a pedalear sin rumbo, simplemente dejándose llevar por sus piernas, recuperadas de la carrera por el húmedo callejón gracias a la comida del hombre de la cabaña, y una carretera bien asfaltada que serpenteaba entre palmeras primero y abedules, olmos y robles después.
Sin saber cuánto estuvo dando pedales pasó de la jungla caribeña, a los bosques perdidos de los Reyes de Nueva Inglaterra y los Príncipes de Maine; tras estos apareció la llanura amarillenta y golpeada por las nubes de polvo levantadas por diligencias perseguidas por correosos indios a caballo. Cuando el sol se elevaba lo más alto en el horizonte tuvo que detenerse en una especie de apeadero de ferrocarril tras el cual apenas había tres calles con casas de madera cuyas originales fachadas policromadas estaban resecas por el poder el astro rey. Al final de la calle principal una mujer vestida con ropas raídas y rasgadas que tenía de la mano a una niña de pelo alborotado y cariz triste y sobre el regazo aguantaba con el otro brazo a un niño le gritó que cogiera el siguiente tren sin falta. Tras el grito de la mujer se escuchó el pitido agudo y profundo de un tren de vapor que se acercaba raudo desde el horizonte. El tren no paró sino que aminoró la marcha; pillado de improviso tuvo que correr unos metros para poder agarrar la mano de un revisor de pálido aspecto que le ayudó a subirse a bordo.
Acomodado en un compartimento del tren vio pasar los paisajes diversos hasta que la noche lo ocultó todo. A punto estuvo de quedarse dormido cuando escuchó revuelo en el pasillo del vagón. Una camarera abrió la puerta de su compartimento y le dio un traje para la cena que anunció comenzaría en quince minutos. A la cena acudieron personajes de toda índole y distinción: un médico, un banquero, una viuda, una escritora, un general retirado, un cambista, un anticuario berlinés, un músico judío; el único tema de conversación era el asesinato de uno de los viajeros del tren la noche anterior.
Durante la cena el tren frenó en seco haciendo que varios comensales vertieran el contenido de las copas sobre sus ropajes. Varios militares ataviados con gruesos abrigos penetraron en el coche comedor y se dirigieron directamente a donde él estaba cenando acompañado de una joven marquesa italiana. Al bajar del vagón comedor un golpe de aire frío le heló el alma. Fue conducido a través de la nieve, empujado por los mismos guardias que le había arrancado de un tren que ya no estaba donde él pensaba que debía seguir parado, y de una especie de campo de granjas a una sala donde otro militar le esperaba.
Pasó la noche en un cobertizo con otras personas, hombres, mujeres y niños de todas las edades pero con la misma cara de desesperación y espera de la muerte, de quién sabe que no va a ver más años cumplidos. A la mañana siguiente le sacaron y le metieron en un coche tapándole la cabeza, antes de lo cual pudo ver una inscripción en una verja de hierro “ARBEIT MACHT FREI”. No entendió lo que ponía.
Cuando bajó del coche y le quitaron la capucha estaba en mitad de una explanada inmensa y verde. No reconocía el lugar. Empezó a darse la vuelta cuando un aroma de pan recién hecho le despertó los sentidos antes de que la imagen de la Torre Eiffel le terminara de aturdir. Desmayado cayó al suelo.
Cuando volvió en sí estaba en una librería. Volvía a estar en Madrid.
– ¿Al final qué libro se lleva?
Terminó por entender: sólo había estado ojeando diversos libros en su librería de siempre. El viejo librero le sacó de su sueño. Comprendió en ese momento el poder inmenso de un libro: en él cabe todo lo habido y por haber.

Caronte.

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